La controversia se cirnió sobre la sudafricana Caster Semenya, acusada de “hacer trampa” al imponerse en el campeonato mundial de ochocientos metros con más de dos segundos de ventaja sobre las otras competidoras. La supuesta trampa es su intersexualidad.
Como persona intersex que he seguido esta historia, me he sentido afectado por cuanto he escuchado salir de boca de las rivales de Caster, autoridades del deporte, comentadores y periodistas, blogueros y público en general. ¿Cómo no deprimirme frente a comentarios burlones como aquel de que – entre risas – “hasta en su nombre hay semen”?
En vista de todo esto, he querido compartir mi perspectiva de la historia. De antemano, me disculpo con Caster por ser uno más entre quienes le están quitando la privacidad. Pero, dado que los medios de comunicación han inundado ya el mundo con los detalles de su vida, quiero, al menos, aportar con lo que considero un punto de vista distinto y reivindicativo.
Lo poco que la mediocridad mediática nos ha permitido conocer sobre Caster es que nació intersex, fue asignada mujer a partir de su apariencia genital predominante, no fue sometida a cirugía alguna y fue criada como una niña.
Pero, como nos ocurre a muchas de las personas que tenemos una genitalidad de algún modo distinta, Caster creció sabiendo que no era una niña “típica” y eso, quizás, la liberó de ciertos convencionalismos de género. Fue la clásica chica “machona”; de esas a las que no les gustan los vestidos y que compiten con los varones en deportes.
Sin embargo, Caster nunca cuestionó su sexo asignado sino, únicamente, las limitaciones de la feminidad en tanto rol de género. Atleta excelente, su identidad gravitó más alrededor de sus habilidades físicas que alrededor de su sexo; algo que, por otra parte, les sucede a muchas mujeres atletas sean o no intersex.
Es sólo cuando Caster empieza a competir a nivel profesional que su condición de “mujer” se pone en tela de juicio. Entonces, la Asociación Sudafricana de Atletismo se apresura a “limpiar” su nombre y declara oficialmente que la atleta es mujer.
Luego, cuando despunta como corredora magnífica en el escenario internacional, sus rivales arremeten nuevamente en el intento de descalificarla por “tramposa”; por no ser “realmente” una mujer.
En este punto, la Asociación Internacional de Federaciones de Atletismo interviene con una extraña prueba denominada “test de género”. Los medios asumen que será posible emitir una resolución definitiva que dictamine el “verdadero” sexo de Caster - uno y unívoco - de entre dos únicas posibilidades.
Lo que más me entristece de esta historia es el tono emocional de los comentarios. Entre las competidoras, la gente de la calle, y los blogueros, abundan indistintamente las muecas, las sonrisas de sorna y los ceños fruncidos.
Los medios, en su mayoría, apelan lo mismo a la ciencia que a la simpatía paternalista para opinar acerca de “lo humillante que debe ser esta situación para Caster”, cuando lo único que realmente les mueve es la avidez por bajarle los pantalones y permitir que el mundo entero eche un buen vistazo. Se trata de un espectáculo de circo, con una persona intersex en el centro de millones de miradas morbosas.
La cobertura de esta noticia trae a colación una serie de temas recurrentes en la experiencia de cualquier persona intersex. La ignorancia sobre la existencia misma de nuestros cuerpos se evidencia en un centenar de especulaciones, como aquella de que Caster se habría hecho una cirugía de cambio de sexo para pasar por mujer, o que habría recurrido al dopaje. En medio de una confusión generalizada entre sexo físico e identidad de género, los detractores de Caster, incluidas algunas de sus rivales, se refieren a ella con pronombres masculinos y comentan despectivamente sobre su apariencia "hombruna".
A esto hay que añadir una considerable dosis de racismo, detrás del cual, un puñado de científicos occidentales se proclama capaz de determinar el sexo “verdadero” de Caster mediante una investigación exhaustiva de sus cromosomas, niveles hormonales, anatomía, tejido gonadal y psicología; al tiempo que desmerecen la investigación de la Asociación Sudafricana de Atletismo, tachándola de poco sofisticada.
Pero, si hay un tema problemático de fondo, es el de la adhesión generalizada al mito del binario sexual: Caster sólo puede ser “hombre” o “mujer”. La intersexualidad no puede existir como una categoría sexual válida en sí misma.
Un lamentable efecto colateral de la insistencia en que Caster tenga un sexo único y unívoco, de entre dos, es la frecuencia con la que el término “pseudohermafrodita” es utilizado por los detractores de la atleta. En el pasado*, me he referido al modo en que este término emergió en la ciencia médica occidental para intentar borrar la existencia del concepto de “intersexualidad”. En esencia, al tratar de borrar el desafío que las personas intersex planteamos a la ideología médica del binario sexual, los médicos del siglo veinte decidieron nombrar con la palabra “pseudohermafrodita” a todas aquellas personas intersex cuyas gónadas no contaran con la presencia simultánea de tejido ovárico y testicular, sin tomar en cuenta la anatomía o, peor aún, la experiencia personal.
Bajo este esquema de clasificación, consideremos a una persona que posee genitales con apariencia femenina promedio y características secundarias femeninas como pechos. Pensemos que fue criada como mujer, vive una vida heterosexual promedio y asume los roles de género más convencionales de la feminidad. Digamos que es ama de casa, lee novelas de amor y hornea galletas.
El hecho es que una persona como la descrita podría tener testículos internos en el denominado “síndrome de insensibilidad a los andrógenos”. Si, ajena a su condición intersex, esta señora acudiera a un médico buscando un tratamiento para la infertilidad, recibiría de la medicina el diagnóstico de “pseudohermafrodita masculino”. En otras palabras, atendiendo al significado literal del término, la medicina definiría a esta mujer, en función de su cuerpo, como “alguien que en realidad es macho”. No la definiría como una persona intersex. Menos aún como una mujer.
Para la medicina, cualquiera con testículos parecería ser “alguien que en realidad es macho”. Nada es más revelador sobre la política y la semántica sexual de una ciencia supuestamente tan “objetiva”. Es esa misma política sexual la que asumen los detractores de Caster. “Es un pseudohermafrodita”, dicen. No es una mujer. Ni siquiera es una “persona intersex”. Es un hombre que se hace pasar por mujer para perjudicar a las mujeres honestas; a las mujeres “de verdad”.
He aquí una ironía para la lectora o lector. En la práctica médica occidental, se suele asignar el sexo femenino a la mayoría de infantes nacidos intersex. Esto se hace por conveniencia quirúrgica, bajo el criterio de que es más fácil remover un pene “inapropiado” que construir un pene “apropiado”.
También, y aunque se diga menos, se hace bajo la presunción velada de que una mujer podrá lidiar mejor que un hombre con una ambigüedad de género. En definitiva, se nos asigna sexo femenino, se nos asegura que somos “verdaderas mujeres”, se nos somete a cirugías mutilantes en la infancia, se espera de nosotros que nos identifiquemos como mujeres y no como intersex, se nos recomienda guardar el secreto de nuestra historia médica - si es que de plano no se nos oculta esa historia - y se nos lanza al mundo a vivir vidas femeninas en el marco del binario. Muchos de nosotros seguimos al pie de la letra todas estas reglas. Sin embargo, precisamente cuando lo hacemos, se nos “desenmascara” pública y violentamente, se nos deslegitima, se nos humilla y se nos envía indecorosamente de regreso al estatus de la rareza intersex, acusados de haber hecho trampa. Así lo demuestra la vida de Caster.
Pero la vida de Caster también demuestra, desde una perspectiva intersex, que sencillamente existimos. Que el binario sexual es un mito. Que el sexo es un espectro. Las hormonas, los cromosomas, los genitales y las gónadas existen en un sinfín de combinaciones complejas y la imposición de un binario sobre ellas es una arbitrariedad. Es tan arbitrario como decir que las frutas sólo pueden ser dulces o agrias. Ciertamente las cerezas maduras son dulces y los limones maduros son agrios pero la mayoría de frutas obtiene su sabor de una mezcla de ambos elementos y algunas se ubican en el provocativo punto medio del agridulce.
Podemos crear una regla que divida a todas las frutas en dulces o agrias utilizando mediciones precisas de azúcares y ácidos. Pero hacerlo no eliminará el hecho de que la experiencia de degustar fruta es compleja y que es la complejidad la que hace que la degustación sea deliciosa.
Dado que el sexo es un espectro y que algunos - los intersex notorios - vivimos más cerca de su centro, la sociedad debe aprender a lidiar con nosotros de formas más adecuadas que negando primero nuestra existencia a través del ocultamiento médico para afirmarla, después, a través de la prohibición de que participemos en competencias deportivas. Esta prohibición, dicho sea de paso, se basa en la presunción insultante de que las “mujeres reales” son inferiores a los “hombres reales“.
Lo que el caso Caster debería hacernos notar es lo extraño que resulta que el deporte esté regido por parámetros de binarismo sexual. Cuando aplicamos el sentido común a cualquier deporte, nos damos cuenta de que las ventajas de una o un atleta se basan en distinciones físicas. Las personas de alta estatura y piernas largas, por ejemplo, suelen ser velocistas superiores. Pero millones de “mujeres asignadas” son más altas y tienen piernas más largas que otros tantos “hombres asignados”. Entonces, ¿por qué se utiliza el parámetro “género” – y no el parámetro “longitud de piernas” – para crear categorías competitivas? Asimismo, existen diferencias importantes en la estatura promedio entre determinados grupos étnicos y otros. ¿Podría este hecho llevarnos a sugerir la conveniencia de crear categorías competitivas de tipo racial? Dividir a los atletas por prototipo racial sería tan arbitrario como lo es dividirlos por género, con la única diferencia de que en la actualidad lo primero resultaría mucho más controversial. Alternativamente, un abordaje más sensato del deporte crearía categorías competitivas con base en las características físicas relevantes en cada disciplina – muy al estilo en que el levantamiento de pesas atiende a categorías de peso. Entonces preguntarse sobre el “verdadero sexo” se volvería tan irrelevante como preguntarse sobre la “verdadera raza” de un atleta.
Mi solidaridad está con Caster Semenya; una hermana intersex atrapada en una posición imposible: obligada, primero, a acogerse al género que el binarismo sexual le asignó y culpabilizada, después, por encajar pobremente en esa asignación.
* El artículo original fue publicado en inglés en www.intersexroadshow.blogspot.com, en el blog de Cary Costello. Esta es una traducción de Elizabeth Vásquez.
** Cary Gabriel Costello es un activista y académico intersex estadounidense. Fue asignado mujer al nacer y se define, actualmente, como un hombre femenino. Cary es amigo del Proyecto Transgénero de Ecuador y ha acompañado con sus reflexiones nuestro discurso intersex.
*** Se refiere a antiguas publicaciones en su blog.
COSTELLO, Cary, “Caster Semenya: Una perspectiva intersex”, en “Cuerpos Distintos: Ocho Años de Activismo Transfeminista en Ecuador”, Proyecto Transgénero y Comisión de Transición-Consejo de Ias Mujeres y la Igualdad de Género,Quito – 2010.